jueves, 25 de octubre de 2007

Otra noche de soledad

Tras un papel de celofán azul, se ven lejanas pero reconocibles, algunas luces de la noche de la ciudad. Un vaivén provocado por la brisa primaveral del final del atardecer...

Mujeres... Jóvenes, preciosas, angelicales (algunas) y otras más bien rústicas (o mas bien, etnicas).

El casi uniformado atuendo de los fines de semana, todas lo llevan con entusiasmo y jovialidad, aun las mayores.
Todas se dirigen hacia el templo donde está la piedra filosofal, a la meca resplandeciente que las atrae inevitablemente, a la oscuridad de Hermes con dulce sonido a muerte lenta...
Pero ellas son felices. Víctimas naturales del ruido agudo de la noche.

Torbellinos. Huracanes rítmicos que lo arrojan a uno hacia afuera centrípetamente.
La llovizna que hace resbalar las zapatillas y derrite las calles.
Los cuerpos húmedos y las paredes que lloran.
Las aspas del ventilador girando exhaustas casi inefectivas... el viento en cámara lenta sobre las caras... la boca entreabierta con la cabeza ligeramente hacia atrás... girando en círculos lentos y pesados, los ojos quietos.

Agua, por favor...
El disco que suena tiene una leve fritura de fondo que lo hace interesante. La mala ecualización de los agudos hace cosquillas en los oídos.

El bullicio de la gente. El murmullo a gritos, constante, generalizado.
La locura posee algunos cuerpos y los hace bailar hasta casi quebrarse la cintura.
Ella no tiene ni la menor idea de lo que dice la letra, pero su cuerpo habla por sí solo.

Noches de soledad, noches de rutina agobiante, de búsqueda insaciable, inagotable, incansable...

Recuérdenme siempre no meter mis piernas en el mar mientras mis pies estén enrojecidos...

Una colombina se acerca por detrás y sube al escenario, mientras con su expresivo rostro acompaña la danza mística que conoce a la perfección y dibuja con su cuerpo en ritmo perfecto.

La luz de sucio matélassé en la oscuridad.

El público la admira y la envidia a la vez, otros la odian, otros la aman...
Ella sólo baila por placer, ella muestra su humilde arte, corriente para algunos, magníficos para otros, irrelevante a veces, casi insignificante para los más incisivos competidoras.
Baila con perfección, con rapidez y agilidad. Su cuerpo se transforma en el escenario.
Todos esperan el momento en que su acto finalice.
Yo prefiero mirarla a los ojos y que ne dedique una pirueta al menos.
Sus delicados saltos y virtuosos giros me dejan sonriendo boquiabierto.

El final esperado.

Quisiera regalarle unas amapolas ahora que bajo de la tarima.
No las tengo y tampoco tengo su mano porque otro joven la tomó.

La desilución. Otra vez.
Enamorarse con una mirada fugaz y la decepción de la correspondencia equivocada.
La soledad, la música lenta que rebota en las paredes y vuelve picando hacia mí como una pelota de goma gigante.

No me toca.

Y yo camino con disimulo a la puerta que me dará la redención.
Tengo que salir de este circo de tinieblas con serpentinas que se te pegan a la ropa.
Camino la selva interminable hacia la salida, atravesando las ruinas de una civilización que parecía feliz.
La puerta. El silencio en el túnel.
Allá la fría ciudad, el sonido urbano sin gracia.
Se encendió de golpe una luz amarillenta.
Las calles empapadas, las luces de los autos hacia el norte.
Yo camino hacia el este, como buscando algo en el suelo...

Acá no está...

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