Descendió a los infiernos.
Al llegar a sus puertas se detuvo por un segundo, pero en su interiro sabía que se adentraría en esa oscuridad de todos modos.
Imágenes que lo acorralaban giraban en torno a su alma, bailando. Ése es el precio que se paga por la vanidad y la lujuria, sus dos pecados favoritos.
Y al sumergirse en las tinieblas no hizo más que perderse en ese laberinto rojo del que no saldría con facilidad.
No podía cometer el error de equivocarse de puerta. Supo de inmediato que era esa. Tal vez por propia decisión, atraída por una extraña fuerza o en la búsueda de algo en particular.
Alrededor, la locura invadía el espacio como el viento cálido.
Todo transcurre para el espectador en cámara lenta, pero lo engañoso es que en ralidad sólo son unos minutos.
Eso sucede sólo en ése inframundo oscuro, sediento de vicio, esperando ser consumido cuanto antes.
lunes, 19 de abril de 2010
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